El césped del Azteca
Corríamos sobre los lirios enmarañados, tras un balón, imaginando que jugábamos futbol sobre el césped verde y plano del Estadio Azteca. Era 1986.
El día que lo descubrimos fue cuando pasamos los límites de la “frontera de peligro” que nos habían marcado nuestros padres. Salimos de la zona de casas y caminamos entre matorrales y hierba alta, abriendo paso como exploradores en la selva; quitábamos un matorral de nuestro camino, enseguida algo que parecía pasto gigante y que a algunos de mis amigos tapaba por completo. A mí no. Yo era el más alto. Seguimos avanzando y llegamos. Ante nuestros ojos se desveló el lago de Texcoco, o lo que quedaba de él. Sabíamos que era el lago, pero no vimos agua, vimos un enorme campo de futbol. Entramos precavidos, pisando verde, hierba que ahora recuerdo entrelazada como si cientos de manos las hubieran unido como cuando se teje el petate. Corríamos y brincábamos por todos lados. Gritando alegres. Entonces comenzaba la marea, y surfeábamos sobre pasto, las olas nos aventaban al cielo y aterrizábamos sobre otra y otra ola. La diversión no se acababa.
Sólo había un detalle, no debíamos quedarnos quietos porque los pies comenzaban el descenso a lo zona oscura del lago, a lo profundo. Nunca medimos la profundidad, pudimos hacerlo con una vara pero no quisimos, aunque para lograr esas olas, tenía que ser considerable. Entonces correr era la diversión… y la supervivencia.
Fuimos pocas veces, porque nos dijeron que unos niños se quedaron quietos; no corrieron ni brincaron, y se los trago el pantano de Texcoco. Nunca supimos si fue cierto o no (probablemente sí), pero funcionó para alejarnos. Ahora, después de más de treinta años, recuerdo la imagen que tuve cuando quité la hierba y miré en dirección al Sol, que iluminaba la cancha del Azteca, verde, plana y brillante, toda para nosotros.
Existe mucha discusión por las condiciones del terreno. Ya saben, aeropuertos y esas cosas. Que si ya se secó, que si es terreno fangoso, que si es pantano.
A veces vuelvo a pasar por ahí y le echo ojo a ese “lago”. Ahí está. Ahí sigue.
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