El acosador
Era muy temprano y yo estaba esperando el metro en la terminal de Ciudad Azteca, ahí se llena a muerte el andén, y todos los “caballeros” se arremolinan a la puerta para entrar y ganar un lugar, obvio dejan a las mujeres al final, y todo a base de empujones.
Esto es toda una experiencia para los observadores sociales, de verdad, un día fíjense en todas las barbaridades que ocurren en un momento de estos.
Se abre la puerta y ¡arrancan! Todavía no se detiene el metro y la bola de gueyes ya está pegándose a la puerta, y avanzando arrimados a ella mientras termina de detenerse, pero toda la situación es muy, pero muy cordial, porque nadie mete codazo traicionero, todo es acá bajita la mano y permitido.
Entran corriendo como estampida de bisontes (chocando entre ellos y rebotando), y falta poquito para que algunos, los más desinhibidos, se avienten como beisbolista llegando de safe a tercera base para ganar lugar. Luego, ya con tranquilidad, entran las mujeres embarazadas, ancianos y niños.
En automático, la mayoría de los que consiguieron lugar cierran los ojos, cuelgan la cabeza y se duermen, claro que de vez en cuando abren un ojo y miran a su alrededor, supongo que para vigilar que nadie les espante el sueño.
Ese día en especial, entré tranquilo, cuando ya el zoológico había apaciguado su furia, y me di cuenta que una amiga estaba en el mismo vagón que yo. Obvio parada. entonces mi maquiavélico sentido de la maldad funcionó a toda velocidad y me empujó hacia ella, aunque yo no quisiera, debo aclarar, pero la maldad es más fuerte que yo.
Martha iba agarrada del tubo superior, el de arriba, en el argot futbolero, del travesaño, muy pegadita su mano ahí, donde las arañas hacen su nido, en el mero ángulo pues, y yo puse mi pécora mano junto a la suya y con mi dedo menique rocé muy sugestivo el de ella, entonces sentí su tensión y esperé a que volteara enojada y me dijera todas las groserías de su repertorio antes de reconocerme, y luego reírnos e irnos platicando todo el camino (eso es lo que pensé que iba a pasar, pero no). Su reacción fue quitar un poco su mano y ponerse toda nerviosa, entonces mi angelito del hombro me dijo que le hablara y todo se acabaría, pero mi diablito que se brinca de hombro, le sorrajó un guamazo en plena mollera al angelito y me dije ¡sígueleeee, sígueleeee! Y yo, pues le seguí.
Esperé un minuto más a menos y lo volví a hacer, lo mismo, luego me atreví más y le rocé toda su mano con mis dedos, y nada, nomás se hacía más chiquita en cada contacto. ¡Lo increíble es que no me decía nada! No me volteaba a ver, no hacía ningún aspaviento, nada de nada. Así me la pasé 7 estaciones hasta que tuve que bajarme, me aguanté la risa, porque vaya que aguanté la risa, no podía creerlo. al final, antes de bajarme, le toque su mano desde sus dedos y recorrí suave la mano por su brazo, ¡y nada! Me bajé del metro, todavía me quedé esperando a ver si volteaba para identificar al pervertido, pero ¡nada!
Cuando regresé de trabajar, ella estaba platicando con mi hermana afuera de mi casa, me quedé con ellas y empecé a sacar el tema de los mugrosos esos que se la pasan toqueteando mujeres en el metro y Martha empezó a contar su aventura matutina. Yo me reía y me reía, y nomás me veía feo, hasta que ya no aguanté y le dije que había sido yo. Me gané un chingadazo en el hombro. Valió la pena. Me divertí mucho.
0 comentarios